Ante sus ojos se extendía la calle indicada. Solitaria. Oscura. Silenciosa. Húmeda. Como una serpiente olvidada por la ciudad que, justa, había destruido a los Infames hacía ya mucho tiempo.
Los altísimos edificios metálicos se alzaban a ambos lados, amenazantes, abandonados. Cristales de ventanas antaño lustrosas y cascotes erosionados por la invencible fuerza de la naturaleza eran toda la fauna de aquella zona. La vida se había extinguido allí donde la humanidad había hecho su tarea. Aquel sector llevaba vacío quince años y ahora le decían que tenía que ir allí para encontrarse con el fantasma de las navidades pasadas.
Aquel hombre estaba muerto. Llevaba demasiado tiempo muerto como para resucitar hora. Un guerrero del viejo conflicto, antes de La Calma, antes de La Paz del reino. No podía traer nada bueno. Y, sin embargo, allí estaba él, un hombre de oficina, un regulador, un humilde trabajador de La Paz, con su gabardina beige y su sombrero del mismo color para protegerse del intenso frío, en una Zona Infame buscando un espectro que no debería existir.
El edificio New Galaxy, le habían dicho, en la novena oscura. Aquel tenía que ser. Entra y camina hasta las escaleras. Una vez allí busca un águila y ve en la dirección que te indique. No mires ni toques nada más. Esas eran las instrucciones y así las iba a cumplir. La infamia siempre acongojaba el corazón de los hombres buenos pero debía cumplir aquellas órdenes. Si la información era correcta, aquel monstruo del pasado era sumamente importante para el mantenimiento de La Paz.
Entró en aquella construcción de otro tiempo. Era una torre de piedra, la única de por allí. Debió ser un baluarte especial de los enemigos del bien. El resto de edificios eran metálicos. En su momento habrían sido como espejos. Afortunadamente ahora la cúpula protegía la Gran Urbe y la luz artificial no llegaba hasta aquel lugar de maldad. Todo aquello que en ese momento le rodeaba llevaba años sumido en la oscuridad, aunque el negro profundo llevase desde siempre instalado allí. Las ratas que allí vivían habían destruido un mundo de perfección. Habían llevado al ser humano a la involución, y el gran Xafacks les había castigado por ello. Sabandijas, eso es lo que eran. Sabandijas preocupadas por su bienestar.
Xafacks era la ciudad. Xafacks era el ser humano. Xafacks era la naturaleza. Xafacks era la vida, la evolución. Eso les enseñaban en la escuela como si fuera un mantra. El mensaje estaba claro. El Ilustre era claro en sus enseñanzas. Lo contrario era infamia, mentira, perdición. Lo contrario debía ser eliminado porque representaba todos los peligros que podrían llevar a los hombres a desaparecer.
En la calle llegaba algo de luz desde la Virtuosa. Solo el río separaba los dos sectores. Dentro del edificio era imposible ver nada. Era difícil creer que algo puro pudiese existir allí pero aquel negro lo era. Buscó en los bolsillos en busca del mechero que su padre le había regalado cuando cumplió sesenta y cuatro años. Lo recordaba perfectamente y siempre lo recordaría. La persona más respetable que conocería jamás, a excepción de El Ilustre, por supuesto. Pero el hombre que, vigoroso, partió al campo de batalla, volvió débil y apagado. Las ratas le había devorado el alma. Poco quedaba en aquel cuerpo que no fuese locura y desespero. Por aquel entonces él tenía once años y los gritos de su padre por las noches, clamando ayuda durante horas después de que su madre encendiese la luz le impidieron dormir durante los dos años que duró el sufrimiento de aquel que le había enseñado que la justicia era lo más importante. Entonces un día le llamó a su lecho y le dio el mechero. Algún día esta lumbre te salvará de caer en la oscuridad que me ha absorbido. Fue lo último que dijo con sentido. Tres días después murió.
Buscó en todos los bolsillos antes de encontrarlo. Lo usaba muy a menudo para pensar. Se lo pasaba de mano a mano o lo acariciaba con el pulgar de la mano izquierda. Eso le ayudaba a razonar, a discurrir en su trabajo. Es normal que no supiese donde estaba. Cada vez lo metía en un bolsillo diferente. Aún así, siempre sabía que no lo había perdido. Algo más que el recuerdo de su padre le unía a aquel encendedor.
Finalmente lo encontró en el bolsillo de la camisa. Lo cogió, le dio un par de vueltas en la mano y lo encendió. Siempre le gustaba observar por unos segundos la llama, una gota de energía con ansia por ascender a los cielos. Le ayudaba a recordaba que solo el ser humano tenía el poder sobre el fuego y, esa, era otra de las verdades de La Paz. Le costó un poco pero finalmente consiguió reconocer aquel lugar como la recepción de algún tipo de hotel. Era espacioso, con altos techos y grandes arcos que lo sostenían. Podía verse o, más bien sentirse, que aquel era un poderoso centro de algo que no alcanzaba a entender.
Se acercó a un mostrador que había a su derecha en busca del águila que le marcaría el camino. Quizás desde allí la viese. Se guiaba más por el tacto y la intuición que por los ojos. Era como uno de esos supervivientes. Los "habitantes de otra época", guiados solo por sus manos y la intuición, vagando por la sociedad como almas en pena.
Una gruesa capa de polvo lo cubría todo y la visibilidad era mínima pero nada podría ocultar lo que allí había. ¡La superficie de la mesa era de madera! ¿Qué hacía allí tan valiosísimo material, olvidado, abandonado? Él no la había visto nunca pero le habían enseñado en la escuela que salía de unas plantas grandes y rugosas que crecían cual edificios en lugares abiertos llamados bosques y que durante La Confusión, el hombre había devastado aquel tesoro. Le habían dicho que esos árboles daban vida al mundo y que, ahora que ya no estaban, solo El Ilustre podría proporcionarla. Acercó el mechero y con la mano quitó la cubierta de polvo.
La madera era de color marrón, con betas y dibujos en varios tonos. Tenía estrías y al tacto era suave. Podía notar con los dedos los surcos mientras imaginaba aquellos tiempos de felicidad, antes de todo aquello. Casi podía evocar el olor a campo, el sonido de los árboles meciéndose al viento, el color verde de las hojas que tantas veces le habían descrito y que solo secas podía haber admirado en toda su complejidad, la visión de aquellos bosques extensos cual mares de vida. Pero todo era un sueño. Todo aquello ya no existía gracias a las ratas que lo habían devorado. Él nunca lo había visto. Él nunca lo vería.
Separar la mano de aquel trozo de pasado le costó más de lo que esperaba. Podría haberse quedado allí para siempre, abrazado a aquella porción de felicidad. Quizá por eso estaba allí, olvidado. Ese trozo de pasado que tenía el poder de atraer al hombre y atraparle hasta su muerte. ¿Ese era el peligro de la felicidad? Por eso se les enseñaba a aceptar solo la dotada por Xafacks. Solo la que emanaba de EL Ilustre carecía de peligros para la mente humana. Esa era la verdad.
Xafacks era toda la verdad que necesitaba. Xafacks era toda la felicidad que podía pedir. Xafacks era pasado, presente y futuro.
El mantra funcionaba.
"Xafacks es la ciudad. Xafacks es el ser humano. Xafacks es la naturaleza. Xafacks es la vida. Xafacks es la evolución."
"Xafacks es la ciudad. Xafacks es el ser humano. Xafacks es la naturaleza. Xafacks es la vida. Xafacks es la evolución."
"Xafacks es la ciudad. Xafacks es el ser humano. Xafacks es la naturaleza. Xafacks es la vida. Xafacks es la evolución."
Si, definitivamente el mantra funcionaba. Calmaba la mente y el cuerpo de los hombres buenos, como todo lo que emanaba de El Ilustre.
El silencio era absoluto. Ahora que conocía los peligros de aquel lugar, entendía la maldad de todo aquello. Levantó el mechero con cuidado, como si del cáliz sagrado de las viejas leyendas se tratara, pues dependía de aquella llama para mantenerse en la luz de Xafacks, para no perderse a sí mismo en la oscuridad.
Un águila. Tenía que encontrar un águila que le guiase. La visibilidad era nula y las nubes de polvo que levantaba con cada paso la empeoraba aún más. Alargar el brazo y dar pasos pequeños era todo lo que podía hacer. Los cascotes por el suelo eran una constante y debía tener cuidado para no tropezar, quién sabe lo que podría golpearle si se cayese.
El nerviosismo y el agobio inherente a la incertidumbre de la oscuridad estaban haciendo presa de su pecho cuando dio con algún tipo de columna de su misma altura, de tacto rugoso, frío, como de piedra. Su corazón descansaba un poco, por fin. El mundo seguía allí donde le había dicho un reticente hasta luego.
Bien, ya tenía un nuevo punto de referencia para orientarse en el mar de Caronte. Había dado unos dieciocho pasos pequeños, lo que serían unos nueve pasos normales desde la mesa de madera hasta la pétrea columna.
Acercó la lumbre y pudo ver el color gris de la roca tallada. Justo ante sí tenía unas escaleras cubiertas con una alfombra que, en otro tiempo, debió ser roja. La barandilla y los escalones eran de la misma roca que el nuevo punto de referencia. Miró en derredor pero no había por allí ave alguna. Tenía que estar. Sabía que estaba. Ningún Gentil le mentiría. Esa era la verdad. Así que el águila tenía que estar. En algún lugar de aquel pozo sin luz.
Atrás quedaba el efecto de su mantra. El temor crecía en lo más profundo de sus entrañas. El temor a morir allí, en aquel lugar en el que la vida se prohibió hace tanto. El temor a perder la cordura entre tanta oscuridad. El temor a fallar a la memoria de su padre. Y, por último, y aunque él nunca lo reconocería, el temor a Xafacks pues, aún sin castigar, en su infinita sabiduría debía enseñar a los descarriados.
La respiración agitada, el pulso acelerado, los poros trabajando, los oídos zumbando. De pronto el mareo se apoderaba de sus sentidos. Todo daba vueltas y no podía mantenerse en pie. Se apoyó en la columna y se dejo resbalar hasta quedar sentado con la espalda apoyada en la piedra. Tengo que respirar, se repetía una y otra vez. Respirar despacio para ralentizar el corazón. Esas eran las lecciones que advertían contra la perversidad de Los Infames. Si el miedo hace presa de ti debes controlarlo, le decían siempre en la Academia. Si sigo así jamás completaré la misión.
Cerró los ojos mientras aplicaba las técnicas aprendidas y, al perder de vista la llama, no pudo sino recordar aquellos gritos de pavor que tantas noches le impidieron dormir, aquellos gritos de un hombre sumido en el más pavoroso miedo. Separó los párpados instintivamente, de golpe, sobresaltado y, mirando hacia arriba se dio cuenta de lo perdido que había estado.
"Gracias, padre"
Justo encima de sí mismo, coronando la columna en la que estaba apoyado, reposaba una majestuosa águila con las alas abiertas y una pata levantada, a punto de alzar el vuelo. Casi parecía brillar con la llama que dominaba su mano. Ya no quedaban animales así. Solo los artificiales, grupos de órganos formando sistemas que cumplían su función por y para el ser humano. Debió ser magnífico ver fauna de verdad, vida de verdad libre por los inmensos recovecos de la Tierra. Se levantó para inspeccionar bien la estatua pero no vio nada especial, así que se fijó en la dirección que marcaba el pico y, contrariado, pues esperaba tener que subir las escaleras, fue hacia allí. No tenía elección. Una puerta. Una gigantesca puerta de la preciada madera fue lo que le cortó el paso. Reticente, acarició el material. Solo una vez más, se decía. Solo una vez más antes de irme, antes de olvidarla.
Al intentar abrirla, la frustración hizo la peor de las apariciones pues, aún en aquel estado de desgaste, por mucho que empujaba, la puerta no cedía.