domingo, 26 de enero de 2014

Capítulo 7: Misión

Ante sus ojos se extendía la calle indicada. Solitaria. Oscura. Silenciosa. Húmeda. Como una serpiente olvidada por la ciudad que, justa, había destruido a los Infames hacía ya mucho tiempo.
Los altísimos edificios metálicos se alzaban a ambos lados, amenazantes, abandonados. Cristales de ventanas antaño lustrosas y cascotes erosionados por la invencible fuerza de la naturaleza eran toda la fauna de aquella zona. La vida se había extinguido allí donde la humanidad había hecho su tarea. Aquel sector llevaba vacío quince años y ahora le decían que tenía que ir allí para encontrarse con el fantasma de las navidades pasadas. 
  Aquel hombre estaba muerto. Llevaba demasiado tiempo muerto como para resucitar hora. Un guerrero del viejo conflicto, antes de La Calma, antes de La Paz del reino. No podía traer nada bueno. Y, sin embargo, allí estaba él, un hombre de oficina, un regulador, un humilde trabajador de La Paz, con su gabardina beige y su sombrero del mismo color para protegerse del intenso frío, en una Zona Infame buscando un espectro que no debería existir.  
  El edificio New Galaxy, le habían dicho, en la novena oscura. Aquel tenía que ser. Entra y camina hasta las escaleras. Una vez allí busca un águila y ve en la dirección que te indique. No mires ni toques nada más. Esas eran las instrucciones y así las iba a cumplir. La infamia siempre acongojaba el corazón de los hombres buenos pero debía cumplir aquellas órdenes. Si la información era correcta, aquel monstruo del pasado era sumamente importante para el mantenimiento de La Paz. 
  Entró en aquella construcción de otro tiempo. Era una torre de piedra, la única de por allí. Debió ser un baluarte especial de los enemigos del bien. El resto de edificios eran metálicos. En su momento habrían sido como espejos. Afortunadamente ahora la cúpula protegía la Gran Urbe y la luz artificial no llegaba hasta aquel lugar de maldad. Todo aquello que en ese momento le rodeaba llevaba años sumido en la oscuridad, aunque el negro profundo llevase desde siempre instalado allí. Las ratas que allí vivían habían destruido un mundo de perfección. Habían llevado al ser humano a la involución, y el gran Xafacks les había castigado por ello. Sabandijas, eso es lo que eran. Sabandijas preocupadas por su bienestar. 
  Xafacks era la ciudad. Xafacks era el ser humano. Xafacks era la naturaleza. Xafacks era la vida, la evolución. Eso les enseñaban en la escuela como si fuera un mantra. El mensaje estaba claro. El Ilustre era claro en sus enseñanzas. Lo contrario era infamia, mentira, perdición. Lo contrario debía ser eliminado porque representaba todos los peligros que podrían llevar a los hombres a desaparecer. 
  En la calle llegaba algo de luz desde la Virtuosa. Solo el río separaba los dos sectores. Dentro del edificio era imposible ver nada. Era difícil creer que algo puro pudiese existir allí pero aquel negro lo era. Buscó en los bolsillos en busca del mechero que su padre le había regalado cuando cumplió sesenta y cuatro años. Lo recordaba perfectamente y siempre lo recordaría. La persona más respetable que conocería jamás, a excepción de El Ilustre, por supuesto. Pero el hombre que, vigoroso, partió al campo de batalla, volvió débil y apagado. Las ratas le había devorado el alma. Poco quedaba en aquel cuerpo que no fuese locura y desespero. Por aquel entonces él tenía once años y los gritos de su padre por las noches, clamando ayuda durante horas después de que su madre encendiese la luz le impidieron dormir durante los dos años que duró el sufrimiento de aquel que le había enseñado que la justicia era lo más importante. Entonces un día le llamó a su lecho y le dio el mechero. Algún día esta lumbre te salvará de caer en la oscuridad que  me ha absorbido. Fue lo último que dijo con sentido. Tres días después murió. 
  Buscó en todos los bolsillos antes de encontrarlo. Lo usaba muy a menudo para pensar. Se lo pasaba de mano a mano o lo acariciaba con el pulgar de la mano izquierda. Eso le ayudaba a razonar, a discurrir en su trabajo. Es normal que no supiese donde estaba. Cada vez lo metía en un bolsillo diferente. Aún así, siempre sabía que no lo había perdido. Algo más que el recuerdo de su padre le unía a aquel encendedor. 
  Finalmente lo encontró en el bolsillo de la camisa. Lo cogió, le dio un par de vueltas en la mano y lo encendió. Siempre le gustaba observar por unos segundos la llama, una gota de energía con ansia por ascender a los cielos. Le ayudaba a recordaba que solo el ser humano tenía el poder sobre el fuego y, esa, era otra de las verdades de La Paz. Le costó un poco pero finalmente consiguió reconocer aquel lugar como la recepción de algún tipo de hotel. Era espacioso, con altos techos y grandes arcos que lo sostenían. Podía verse o, más bien sentirse, que aquel era un poderoso centro de algo que no alcanzaba a entender. 
  Se acercó a un mostrador que había a su derecha en busca del águila que le marcaría el camino. Quizás desde allí la viese. Se guiaba más por el tacto y la intuición que por los ojos. Era como uno de esos supervivientes. Los "habitantes de otra época", guiados solo por sus manos y la intuición, vagando por la sociedad como almas en pena. 
  Una gruesa capa de polvo lo cubría todo y la visibilidad era mínima pero nada podría ocultar lo que allí había. ¡La superficie de la mesa era de madera! ¿Qué hacía allí tan valiosísimo material, olvidado, abandonado? Él no la había visto nunca pero le habían enseñado en la escuela que salía de unas plantas grandes y rugosas que crecían cual edificios en lugares abiertos llamados bosques y que durante La Confusión, el  hombre había devastado aquel tesoro. Le habían dicho que esos árboles daban vida al mundo y que, ahora que ya no estaban, solo El Ilustre podría proporcionarla. Acercó el mechero y con la mano quitó la cubierta de polvo. 
  La madera era de color marrón, con betas y dibujos en varios tonos. Tenía estrías y al tacto era suave. Podía notar con los dedos los surcos mientras imaginaba aquellos tiempos de felicidad, antes de todo aquello. Casi podía evocar el olor a campo, el sonido de los árboles meciéndose al viento, el color verde de las hojas que tantas veces le habían descrito y que solo secas podía haber admirado en toda su complejidad, la visión de aquellos bosques extensos cual mares de vida. Pero todo era un sueño. Todo aquello ya no existía gracias a las ratas que lo habían devorado. Él nunca lo había visto. Él nunca lo vería.
  Separar la mano de aquel trozo de pasado le costó más de lo que esperaba. Podría haberse quedado allí para siempre, abrazado a aquella porción de felicidad. Quizá por eso estaba allí, olvidado. Ese trozo de pasado que tenía el poder de atraer al hombre y atraparle hasta su muerte. ¿Ese era el peligro de la felicidad? Por eso se les enseñaba a aceptar solo la dotada por Xafacks. Solo la que emanaba de EL Ilustre carecía de peligros para la mente humana. Esa era la verdad. 
  Xafacks era toda la verdad que necesitaba. Xafacks era toda la felicidad que podía pedir. Xafacks era pasado, presente y futuro. 
  El mantra funcionaba. 
"Xafacks es la ciudad. Xafacks es el ser humano. Xafacks es la naturaleza. Xafacks es la vida. Xafacks es la evolución."
  "Xafacks es la ciudad. Xafacks es el ser humano. Xafacks es la naturaleza. Xafacks es la vida. Xafacks es la evolución."
  "Xafacks es la ciudad. Xafacks es el ser humano. Xafacks es la naturaleza. Xafacks es la vida. Xafacks es la evolución."
  Si, definitivamente el mantra funcionaba. Calmaba la mente y el cuerpo de los hombres buenos, como todo lo que emanaba de El Ilustre. 
El silencio era absoluto. Ahora que conocía los peligros de aquel lugar, entendía la maldad de todo aquello. Levantó el mechero con cuidado, como si del cáliz sagrado de las viejas leyendas se tratara, pues dependía de aquella llama para mantenerse en la luz de Xafacks, para no perderse a sí mismo en la oscuridad. 
  Un águila. Tenía que encontrar un águila que le guiase. La visibilidad era nula y las nubes de polvo que levantaba con cada paso la empeoraba aún más. Alargar el brazo y dar pasos pequeños era todo lo que podía hacer. Los cascotes por el suelo eran una constante y debía tener cuidado para no tropezar, quién sabe lo que podría golpearle si se cayese. 
  El nerviosismo y el agobio inherente a la incertidumbre de la oscuridad estaban haciendo presa de su pecho cuando dio con algún tipo de columna de su misma altura, de tacto rugoso, frío, como de piedra. Su corazón descansaba un poco, por fin. El mundo seguía allí donde le había dicho un reticente hasta luego. 
  Bien, ya tenía un nuevo punto de referencia para orientarse en el mar de Caronte. Había dado unos dieciocho pasos pequeños, lo que serían unos nueve pasos normales desde la mesa de madera hasta la pétrea columna. 
Acercó la lumbre y pudo ver el color gris de la roca tallada. Justo ante sí tenía unas escaleras cubiertas con una alfombra que, en otro tiempo, debió ser roja. La barandilla y los escalones eran de la misma roca que el nuevo punto de referencia. Miró en derredor  pero no había por allí ave alguna. Tenía que estar. Sabía que estaba. Ningún Gentil le mentiría. Esa era la verdad. Así que el águila tenía que estar. En algún lugar de aquel pozo sin luz. 
  Atrás quedaba el efecto de su mantra. El temor crecía en lo más profundo de sus entrañas. El temor a morir allí, en aquel lugar en el que la vida se prohibió hace tanto. El temor a perder la cordura entre tanta oscuridad. El temor a fallar a la memoria de su padre. Y, por último, y aunque él nunca lo reconocería, el temor a Xafacks pues, aún sin castigar, en su infinita sabiduría debía enseñar a los descarriados. 
  La respiración agitada, el pulso acelerado, los poros trabajando, los oídos zumbando. De pronto el mareo se apoderaba de sus sentidos. Todo daba vueltas y no podía mantenerse en pie. Se apoyó en la columna y se dejo resbalar hasta quedar sentado con la espalda apoyada en la piedra. Tengo que respirar, se repetía una y otra vez. Respirar despacio para ralentizar el corazón. Esas eran las lecciones que advertían contra la perversidad de Los Infames. Si el miedo hace presa de ti debes controlarlo, le decían siempre en la Academia. Si sigo así jamás completaré la misión. 
  Cerró los ojos mientras aplicaba las técnicas aprendidas y,  al perder de vista la llama, no pudo sino recordar aquellos gritos de pavor que tantas noches le impidieron dormir, aquellos gritos de un hombre sumido en el más pavoroso miedo. Separó los párpados instintivamente, de golpe, sobresaltado y, mirando hacia arriba se dio cuenta de lo perdido que había estado. 
  "Gracias, padre"
  Justo encima de sí mismo, coronando la columna en la que estaba apoyado, reposaba una majestuosa águila con las alas abiertas y una pata levantada, a punto de alzar el vuelo. Casi parecía brillar con la llama que dominaba su mano. Ya no quedaban animales así. Solo los artificiales, grupos de órganos formando sistemas que cumplían su función por y para el ser humano. Debió ser magnífico ver fauna de verdad, vida de verdad libre por los inmensos recovecos de la Tierra. Se levantó para inspeccionar bien la estatua pero no vio nada especial, así que se fijó en la dirección que marcaba el pico y, contrariado, pues esperaba tener que subir las escaleras, fue hacia allí. No tenía elección. Una puerta. Una gigantesca puerta de la preciada madera fue lo que le cortó el paso.  Reticente, acarició el material. Solo una vez más, se decía. Solo una vez más antes de irme, antes de olvidarla. 
Al intentar abrirla, la frustración hizo la peor de las apariciones pues, aún en aquel estado de desgaste, por mucho que empujaba, la puerta no cedía.

martes, 14 de enero de 2014

Capítulo 6: Caída y Regreso

  El punto negro crece vertiginosamente rápido y el nudo en mi pecho se hace poderoso. Casi no puedo respirar. El miedo me impide el movimiento. ¡Voy a estrellarme y no puedo hacer nada! El aire no entra, me asfixio. La oscuridad se extiende en mi mente. Cierro los ojos. Todo se vuelve negro.

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   Un fuerte viento golpea mi cara. Me siento flotar. Estoy cayendo. La sensación es placentera pero al mismo tiempo me acelera el pulso y una especie de miedo  me invade. Abro los ojos. Efectivamente estoy cayendo directo a un bosque. Extrañamente no siento miedo.  Caigo en posición horizontal, tumbado sobre una cama de aire que frena mi caída y hace que el pelo me dé latigazos más dolorosos de lo que en un principio podría parecer. Casi no puedo ver, el viento me reseca los ojos en cuanto los abro y la cara se me deforma por la presión. Intento mirar más allá.
   Veo un edificio. Un edificio enorme a mi izquierda. Está en medio del bosque. Es completamente recto. Una torre de cemento y cristal. Hay muchas ventanas rotas y la construcción parece antigua, como maltrecha por el tiempo y la falta de mantenimiento.  Hay partes en las que el hormigón roto ha dejado al descubierto el esqueleto de acero de la gran mole. Los pisos se suceden uno detrás de otro tan rápidamente en mi caída que no alcanzo a ver qué hay más allá del cristal de las ventanas.
   ¿Qué puedo hacer para frenar la caída? ¿Qué puedo hacer para no morir? Los pensamientos se agolpan en mi mente y se niegan a salir en orden. Parecen un montón de niños intentando formar una fila. El orden se ha roto. Debo relajarme para poder pensar con claridad. Cada momento que pierdo, mi cuerpo se acelera más y más complicado será frenarme. Podría acercarme al edificio e ir frenándome al tocar la fachada. ¿Funcionaría? Lo dudo, pero es la única opción que tengo.
   Intento girarme para mirar hacia la torre. Muevo una pierna y giro la cadera, de manera que el propio viento sea el que me permita mirar a mi objetivo. Me resulta muy fácil, como si lo hubiese hecho antes, pero no recuerdo haberme tirado nunca en paracaídas. Supongo que será una de las muchas cosas que creo haber olvidado.
   Ahora estoy mirando directamente al edificio.  Debo acercarme. Instintivamente inclino mi cuerpo para avanzar. Tres metros. Dos metros. Vamos, un poco más y habré llegado. En el último momento me doy cuenta de que voy demasiado rápido hacia las ventanas. ¡Voy a chocar! Pongo los brazos frente a mi cara pero el golpe es brutal. Reboto y salgo despedido girando. Estoy completamente desorientado. Siento un fuerte pinchazo en la cabeza. El rojo obstruye mi visión. Tengo una herida en la frente que sangra. Me limpio la cara como puedo con la mano y me quedo mirando de nuevo la torre. ¿Cómo demonios he llegado a esta situación? Las lagunas se hacen cada vez más profundas.
   He conseguido estabilizarme. El suelo está cada vez más cerca pero aún estoy muy alto. El bosque es precioso. Es de un millar de verdes diferentes. La luz de la luna refleja en las copas de los árboles que se mueven al son del viento. Nada perturba la calmada fuerza de la naturaleza que me trae hacia sí con ansia.
   Dirijo de nuevo mi mirada hacia el edificio que se niega a aceptarme. Debo llegar. Debo sobrevivir. Debo averiguar cómo he llegado aquí y de dónde vengo.  Debo averiguar cómo volver. La maldita mole sigue ahí, impertérrita, mirándome burlonamente caer al vacío. Intento de nuevo inclinarme para acercarme y veo algo que me llama la atención y me deja paralizado. Hay un hombre dentro del edificio. Le he visto claramente a pesar de que todo es una mancha borrosa, le he visto claramente la cara. Me sonreía. No tenía unas facciones normales. Era deforme. La sonrisa se le salía de la cara y los ojos... no tenían párpados... sus pupilas, espirales. ¡Ahí está de nuevo! ¿Cómo ha bajado los pisos más rápido que yo? No, espera, ¡está en todos los pisos al mismo tiempo! Le veo en todas las ventanas, mirándome, señalándome. Levanta la mano y hace gestos diciéndome que me acerque a él. La locura de su mirada se torna en ternura. Puedo verlo tan limpiamente que casi parece que esté a mi lado y no tras un cristal a cuatro metros de distancia. Me es muy familiar, como si le conociese de algo, pero, ¿de qué?
   Hago lo que me dice y me inclino para acercarme, esta vez con cuidado de no acelerar demasiado. Poco a poco. Despacio. Me voy acercando. Ya casi estoy. El frío es insoportable y las lágrimas en los ojos me impiden ver la mayor parte del mundo mientras recorren mi cabeza al ritmo que les marca el viento. Lo único que veo claramente es la cara del hombre sonriente. Tengo la impresión de que podría verla aun si cerrase los ojos. Por fin voy a llegar, ya casi toco la ventana.

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   Abro los ojos. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? Tengo las manos llenas de sangre y la cabeza me da vueltas. El viento ya no me golpea en la cara. Claro, ya no estoy cayendo. Miro en derredor. Estoy fuera del edificio, flotando. No, estoy colgando. Una fuerte tela de color morado me envuelve desde la cadera hasta el cuello y me sujeta a una viga doblada que sobresale de la pared. El fuerte viento de las alturas me balancea y el vértigo hace presa de mí. Vomitaría si mi estómago no estuviese tan vacío.
   Pero espera, ¿cómo ha ocurrido esto? Creo que puedo recordarlo. Estaba a punto de llegar a la ventana y... ¡Claro! El hombre extendió su brazo hacia el cristal, que explotó en miles de trozos con solo rozar su mano. Sin esfuerzo, sin impulso. Solo levantó la mano y la materia se apartó de su camino. Entonces me agarró de la muñeca y ya no recuerdo nada más. ¿Él me ha salvado? ¿Quién es?
   Intento agarrar el trozo de metal que me sostiene sobre el vacío y no puedo reprimir un grito ante el fuerte dolor que siento en las manos. Me las miro y me doy cuenta de que la sangre que tengo en las manos es mía y de que tengo miles de cristalitos clavados en ellas. Me quedo paralizado. ¿Qué voy a hacer? Miro en todas direcciones, desesperado, esperando encontrar una solución a todo esto.
   No puedo más. Estoy agotado. ¿Qué lugar es este? ¿Qué hago para salir de aquí? Un fuerte nudo se aposenta en mi garganta y no puedo evitar que las lágrimas se deslicen por mi cara. Sollozo y grito. Grito de desesperación, de rabia, de miedo. Grito sin más. Grito hasta que mi garganta no soporta el esfuerzo y el aire de mis pulmones se agota una, dos, tres, veinte veces.
   Cuando me calmo vuelvo a mirarme las manos. ¿Y ahora qué hago? Si no puedo usar las manos, ¿cómo llego a la ventana si no puedo ni agarrarme a la viga? Vuelvo a llorar. El viento hiela las lágrimas y me irrita los ojos. Es muy fuerte. La luna lo ilumina todo. Es tan hermosa. Me quedo mirándola fijamente un rato que no sé cuánto dura. Es curioso cómo se convierte el tiempo en abstracto cuando no tenemos un reloj a mano. ¿Será el tiempo solo una invención humana?
   Me miro las manos y miro la viga de nuevo. Tengo que hacerlo. Me retuerzo y consigo poner un pie sobre la tela que me sujeta, de manera que puedo levantarme y me agarro con los antebrazos al mismo tejido morado para no caerme. Con el codo y el antebrazo derechos alcanzo la viga mientras con el otro brazo me sujeto para no perder el equilibrio. No mires abajo, me repito una y otra vez. Evitar el vértigo es una prioridad.
   Bien, ahora el otro brazo. Queda lo más difícil: subir las piernas. Con el pie que tengo apoyado me doy impulso y con la otra pierna alcanzo el acero. Ya está. Estoy jadeando por el esfuerzo y el viento hiela el sudor sobre mi faz pero he conseguido tumbarme sobre lo más parecido a un suelo que hay por aquí.      Resoplo varias veces antes de ponerme a pensar qué puedo hacer ahora. La viga sobresale de la esquina pero el roto no llega al interior del edificio, lo que no me deja una entrada. Miro más allá y veo la que debe ser la puerta más plausible: una ventana rota, seguramente la que el hombre sonriente rompió y de la cual llevo parte en mis malogradas manos.
   Debo llegar allí. A la altura del suelo de cada piso hay un bordillo que puedo usar para llegar. El problema es el ineficiente uso que le puedo dar a mis manos. Llegar a la ventana andando de pie por un saliente de 30 centímetros pegado a la pared, sin poder usar las manos y con un viento tan fuerte como el que sopla ahora es prácticamente un suicidio asegurado. Cierro los ojos para intentar calmarme y soplo tres veces. Inspirar, espirar, inspirar, espirar, inspirar, espirar.
   Vale, debo hacerlo. No hay otra salida. Debo llegar al interior del edificio. Apoyo los codos sobre la viga y gateo hasta la esquina de la mole. Me levanto como puedo, usando los antebrazos para intentar agarrarme a la fachada y me doy la vuelta. Es mejor que la espalda toque la pared. De otra manera habría aire entre medias y podría salir despedido. Doy pasos minúsculos. Uno, dos, tres, siete... La ventana se acerca. Cada vez está más cerca. Ya casi puedo ver el interior cuando una ráfaga de viento me azota y pierdo el equilibrio. Siento como la espalda se despega de la superficie segura y todo en mi cuerpo se encoge. Voy a morir, es todo lo que puedo pensar durante un instante. Muevo los brazos frenéticamente para intentar volver a la posición. No puedo caer ahora, cuando estoy tan cerca de lograrlo. No queda nada. Ya estoy ahí. Inclino la cabeza hacia detrás y por fin consigo volver a la posición correcta. Mi respiración se ha convertido en una serie de descontrolados y agónicos jadeos. Todo me da vueltas. El vértigo es impresionante. El mundo parece acercarse y alejarse continuamente con un movimiento de vaivén  que no me deja medir distancias. Mi cuerpo es una orgía de hormonas corriendo una maratón. Cierro los ojos. Intento ralentizar mi corazón. Debo llegar. Doy dos pasos más y consigo tocar la ventana con la mano. A pesar del dolor, consigo asir con los dedos corazón e índice el cristal roto. Un paso más y me doy la vuelta. Miro triunfal el interior del edificio. Solo tengo que saltar por el hueco y estaré dentro, seguro.
Me inclino un poco para entrar y detecto cierto movimiento en el interior, revelado únicamente por la blanca luz de la luna que da un toque de misterio a todo aquello que toca. ¿Qué ha sido eso?
—Señor, ¿es usted?
   No hay respuesta.
   El movimiento de nuevo. Puedo oír una risa de niño.
— ¿Quién hay ahí? Por favor, no me vendría mal una ayuda.
   Aparece un niño con una cámara de fotos colgada al cuello. Sonríe. Tiene el pelo semilargo. Lleva una camiseta blanca con el dibujo de un dragón verde y unos pantalones vaqueros rotos en las rodillas. Va descalzo y está muy delgado.
—Mira, Eve, hay un señor en la ventana. Dice que quiere ayuda.
   Una niña sale de detrás de un sillón roto que hay en la habitación y se acerca al niño dando pequeños saltitos con las mano cogidas detrás de sí como si jugase en un parque. Debe ser Eve. Tiene el pelo largo, muy largo. Puedo ver como se mece bajo el influjo del poco viento que entra en el interior de lo que parece ser una sala de espera. Viste una camiseta blanca y una falda rosa con cierta gracia. Se detiene junto a su compañero y se mece al son de una música que parece resonar solo en su mente. La estancia es grande. Hay dos cuadros colgados en la pared frente a mí. Están doblados y sucios. No puedo ver su imagen. Barro el lugar con la mirada y no me sorprendo cuando veo que una gruesa capa de polvo lo cubre todo. O casi todo. La butaca de la que ha salido la niña, a pesar de estar rota, no tiene polvo y una mesa de madera, a mi derecha, tampoco. Parece impoluta. El resto está roto y sucio, como si un montón de hombres furiosos lo hubiesen roto y el tiempo de abandono hubiese dejado vía libre a las partículas del mundo para tomar posesión del lugar.
— ¿Y le vamos a ayudar?
   La niña sonríe al niño y no sé por qué pero un mal presentimiento recorre mi espalda y me dice que salga corriendo de aquí. De pronto los dos niños me inspiran terror. La luz solo muestra parte de sus rostros y alarga extrañamente las sombras que empiezan a tomar formas peligrosamente amenazantes. La aparente inocencia inicial se ha convertido en burla, en psicopatía, en muerte. ¿Qué hacen dos niños solos en medio de todo este destrozo? ¿Quiénes son? ¿Qué son?
   El niño levanta la cámara de fotos que lleva al cuello y me mira.
—Mire aquí, señor.
   La respiración se me acelera como si lo que hubiese levantado fuera un Kalashnikov y doy dos pasos atrás hasta que doy con la cornisa de la ventana. No puedo huir. Algo malo se acerca y no sé cómo enfrentarme a ello. El flash de la cámara me ciega. Lo veo todo borroso. El sonido del obturador retumba con una fuerza impresionante. No puedo oír nada más. Caigo de rodillas y me cojo la cabeza. Todo da vueltas. No puedo respirar. Intento mantenerme en pie apoyándome en la pared pero no lo consigo. Quedo tumbado en el suelo, de lado. La niña se me acerca con esos saltitos suyos, como jugando a la rayuela. Se acuclilla a mi lado y me mira sonriendo.

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—Adiós, señor... Prueba superada... jijiji—La voz de la niña se difumina en el tiempo como el humo de una fogata en el oscuro cielo de la noche.
   Estoy de pie, en el pasillo del hospital, de espaldas a la puerta de mi habitación, mirando por la ventana una explosión que no está donde estaba. Aspiro profundamente, como si llevase mucho tiempo sin hacerlo. Me noto la garganta reseca y las manos doloridas, pero las heridas han desaparecido. Las piernas me tiemblan. Cierro los ojos. Respiro despacio una, dos, tres veces. Cojo aire profundamente, abro los ojos y soplo hasta que no queda nada.
   Me vuelvo para mirar el pasillo. He de decidir qué hacer ahora. A mi derecha, las mismas puertas verdes me observan con la misma quietud de antes. A mi izquierda, lo mismo. ¿hacia dónde voy?

domingo, 5 de enero de 2014

Capítulo 5: Llamas

Abro los ojos. Estoy en el pasillo del hospital. La luz que entra por la ventana del pasillo es mucho menor. La puerta de la habitación sigue cerrada. Me siento ligero y despejado. El dolor de cabeza ha desaparecido y el oído ha dejado de sangrar.
  Me levanto e intento abrir la puerta pero no puedo. Está cerrada con llave. El picaporte de metal gris no cede por mucha fuerza que hago. Golpeo la puerta pero ni siquiera consigo que tiemble. Algo me dice que esto es malo… muy malo. He perdido una oportunidad. ¿De qué? No tengo ni la menor idea, pero he perdido una oportunidad de algo importante. Estoy seguro.
  Miro hacia la izquierda. El pasillo se alarga. En el margen derecha veo 4 puertas de color verde, igual que la de mi sala, hasta el final del pasillo, coronado por una quinta puerta, esta vez de color rojo. Todo iluminado por el largo ventanal que se extiende en ambas direcciones desde el trozo roto que hay ahora mismo a mi espalda.
  Miro a la derecha y veo otras cuatro puertas idénticas a las del otro lado y una quinta puerta idéntica coronando el pasillo. Así que mi habitación era la del centro.
  El suelo del pasillo está lleno de escombros en ambas direcciones y el polvo y la suciedad acumulada es asquerosa. Churretes de alguna sustancia marrón resbalan por las paredes. El polvo se extiende por todas partes en cantidades increíbles y baila por el aire al son de una danza por todos  desconocida.  La tenue luz del sol poniente entra por la ventana haciendo visible lo invisible y, al mirar detenidamente las motas de polvo me parece ver un símbolo en el aire. Parece una especie de F terminada en un gancho por la parte inferior y con dos puntos encima. ¿Será mi imaginación? ¿Todo esto es imaginación mía?

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  De pronto un sonido fortísimo me asusta y un nudo se materializa en mi pecho para cortarme a respiración. ¿De dónde viene? ¿Qué ha pasado? ¿Qué más me puede pasar? Identifico la dirección del sonido y me giro en busca de la fuente. Quedo frente a la ventana: el sonido viene de fuera, de algún lugar en aquel mundo de ensueño ahora envuelto en la penumbra. Me asomo y allá a lo lejos puedo ver como el fuego hace presa de un bosque gigantesco que se extiende hasta donde me alcanza la vista. El fuego es muy brillante, casi blanco e incrementa su brillo. ¡Qué bello! De pronto todo a mi alrededor se vuelve confuso. El mundo se funde. Solo puedo ver el fuego, que me envuelve en su cálida ternura. No puedo apartar la mirada. Todo es fuego, todo es luz, todo es calor. Cierro los ojos y disfruto de la sensación. Nada más existe. Solo la rabia, el llanto, la pasión, la lujuria. Solo las llamas y su mágico baile componen el mundo y yo soy su único músico. Giro y giro y giro sin parar en todas direcciones. Mi cuerpo crece y se estira. Aspiro el cálido aire del torbellino ardiente y mi pecho se hincha con la lujuria de las llamas. Ya no estoy en el hospital. Ya no estoy en el mundo.
  La luz banca del fuego descontrolado es sustituida por la blanca luz de la luna. Estoy sobre una mujer. Todo lo que puede oírse son sus jadeos y el suave quejido de las sabanas que soportan nuestra pasión. Yo también jadeo. Ella me coge de la espalda mientras nuestros cuerpos se convierten en uno solo y no puedo dejar de moverme. Le miro la cara. Es la mujer más bella que he visto en mi vida. Cabello de oro y ojos de lapislázuli junto a una pequeña nariz y unos carnosos labios rojizos hacen de su faz objeto de anhelo y convierten mis dudas en un frenesí de deseo y placer descontrolado. Solo existe el gozo. Ella abre la boca y puedo ver sus blancos dientes y una lengua que se mueve el son de sus gemidos. Su sexo esta húmedo y su interior es cálido. Sus pechos, pequeños y rosados, se mueven al ritmo de mis embistes. Me agarra con más fuerza de la espalda. Puedo sentir el agradable dolor de sus uñas al clavarse y sus piernas me rodean impidiéndome hacer aquello que jamás haría. Levanta la cabeza y me besa el pecho. El ansia aumenta. El mundo no importa. Solo estamos ella y yo en la cama arropados por la luz de la noche. De pronto, un espasmo en los glúteos me paraliza. Cierro los ojos. No puedo reprimir que un extraño sonido salga de mi boca. Embisto involuntariamente. Termino en su interior, en las oscuras profundidades de su ser. Vuelvo a abrir los ojos y la veo sonreír. ¡Qué bella sonrisa! Tan sincera, tan honesta. Puro amor encarnado. Subo la mirada poco a poco, entreteniéndome en todos los detalles de su bello rostro, como si no fuese a verlo nunca más. Es preciosa. Todo en ella es perfecto. Es el sueño de todo hombre.   En mi paseo por sus rasgos alcanzo los ojos más profundos y más azules que jamás veré. Ese color de mar, iluminado por la luna más grande que pueda haber visto.  Un mar nocturno en el que podría nadar y ahogarme gustosamente.
  El gran satélite reflejado crece. El mundo tiembla en la habitación mientras yo aún estoy dentro de mi musa. La blancura me absorbe. ¿Qué pasa? Me aferro a ella, no quiero dejarla ir, no puedo alejarme de ella. La agarro con todas mis fuerzas pero la luz tira más fuerte. Mi conciencia se aleja. ¿Dónde estoy? ¿Dónde está ella?
  Caigo. Caigo en un túnel de luz sin fin. Nada en ninguna dirección. Solo banco. Miro allá donde creo que es abajo y veo un punto negro. La respiración se me acelera. La sensación de caída es increíblemente fuerte aunque no puedo sentir mi peso. ¿Se puede caer sin pesar? ¿Se puede sentir caer sin saber dónde están arriba y abajo?

lunes, 30 de diciembre de 2013

Capítulo 4: ¿Visiones?

— ¡No, joder! ¿No lo entendéis? Algo ha fallado, esto no tenía que pasar. No despierta. ¡No lo toquéis! —Es la voz de un adulto. Veo una sala toda revestida de metal con grandes tanques de agua dispersados por toda la habitación y largas mesas con ordenadores encima. Es un laboratorio. Parece que estoy sentado en una especie de trono, con los brazos apoyados en sendos posa brazos. Noto algo en la parte posterior y latera de la cabeza. — ¡Sigue dentro, no podemos moverle!
—Doctor Jones, tenemos órdenes, no nos obligue a detenerle a usted también. —La segunda voz parece filtrada por un casco. Si, ahora le veo, es un militar. Lleva un traje negro como de las fuerzas especiales y, efectivamente, una visera le tapa la cara cambiando el sonido de su voz. Es alto y grande y las ropas de combate le confieren poder y autoridad.
—No dejaré que os lo llevéis. —El hombre a que han llamado doctor, un hombre de estatura media, con el pelo castaño corto y una bata blanca con un símbolo rojo del que no distingo la forma por la distancia, pulsa algún botón de la consola que tiene frente a sí y una gran placa de metal, una especie de compuerta se interpone entre ellos y yo.
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Vuelvo a estar en la habitación de hospital. ¿Qué ha sido eso? ¿Ha sido solo una alucinación o lo he visto de verdad? Era muy vívido, juraría que era real. ¿Qué me está pasando? Tengo que hablar con alguien. 
  El mareo ha desaparecido completamente y me siento fuerte. Me levanto sin problemas, cojo el picaporte de la puerta de la habitación y la abro. 
  Un fuerte viento me sorprende y abre la puerta de golpe tirándome a mí al suelo. Una luz fuerte pero no cegadora entra por los restos de la ventana rota por la que entra el viento. Fuera se ve un cielo completamente azul, muy brillante, con algunas nubes dispersas y… ¿qué es aquello que veo a lo lejos? No puede ser, creo ver unas fichas de dominó flotando en el cielo, ajenas a la ley de la gravedad, girando algunas en vertical, otras en horizontal, otras en una quietud perturbadora. Unos pájaros que no he visto en mi vida, de color verde y rosa, con unas largas patas y unas alas extrañamente pequeñas se posan en algunas de esas piezas flotantes. 
  Me acerco a la ventana y miro hacia abajo. El vértigo hace presa de mí. Es increíble la altura a la que me encuentro. Este edificio es increíble. Casi parecería que no estoy dentro de la atmosfera de la tierra. 
Una vez superado el mareo, me concentro en intentar averiguar dónde me encuentro, algo que creo poco probable, puesto que no hay ningún lugar en el que las piezas de un juego de mesa floten en el aire. Lo que veo me deja estupefacto. Es lo más bello que he visto en mi vida, un valle gigantesco, verde, recorrido por un río que, serpenteante, se pierde en lontananza. El número de árboles es incontable. Me quedo mirando esa maravilla durante un rato cuya duración me es difícil determinar. ¿Qué pinta este edificio en medio de este valle?
  De pronto me flojean las piernas y el sudor frio reaparece. Mejor dejar de mirar desde las alturas. Me siento en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared de la ventana y me quedo mirando directamente hacia la puerta de la habitación de la que he salido. Después de mirar fuera me cuesta mucho distinguir lo que hay dentro de la habitación, lo veo todo muy oscuro. La luz que antes entraba por la ventana y me deslumbraba es ahora solo un tenue foco. La puerta de la habitación comienza a cerrarse, al principio despacio, luego más rápido, acelerando poco a poco. Algo por dentro me dice que no debo permitir que se cierre por completo. Un puño se me cierra sobre el corazón y salto del lugar que ocupaba para intentar llegar a la puerta que, como si estuviese viva, acelera aún más su movimiento para adelantárseme. Cuando llego está cerrada y el estruendo del portazo me provoca un fuerte pinchazo en los oídos. Me desequilibro y caigo de frente contra la puerta. Noto humedad en la mejilla derecha. Me toco y veo mis dedos manchados de rojo: me sangra el oído. Intento levantarme pero el mareo es increíble, como el de la habitación y, sin embargo, algo me dice que debo caminar. 
  Un paso, dos pasos… Negro.

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  Abro los ojos pero no puedo ver nada. Siento un  fuerte pinchazo en el brazo derecho y el dolor llega desde la muñeca hasta el hombro. Una fuerte presión me agarrota las piernas y la espalda. Me noto la boca pastosa y una especie de saliva espesa con sabor a cartón me impide vocalizar palabra alguna. ¿Dónde estoy?
  Se oye un crujido y una fina rendija horizontal de luz puede verse frente a mí. Algunos sonidos se filtran hasta donde yo estoy.
  La voz del chico al que antes he identificado como científico está gritando y el soldado sigue dando órdenes.
—Ya le he dicho que si no completamos el experimento, su salud puede verse seriamente dañada. En su mente está el secreto. Solo tiene que encontrarlo. Todavía hay esperanza de que no se haya perdido. 
—Tengo órdenes. El límite de tiempo ha sido sobrepasado y tenemos que llevárnoslo. Si le ha pasado algo a su mente, la responsabilidad será suya, doctor Evan. Este experimento no está probado y usted lo ha utilizado en un sujeto sumamente importante para la supervivencia del régimen. Usted sabía lo que significaba él y el valor que tenía. 
—Sí, lo sabía. Y precisamente por eso le sometí a este experimento. Él mismo fue uno de los inventores de esta máquina. Él mismo me dio permiso para meterle ahí. Él mismo creía en el éxito del experimento. Solo mediante este método podremos romper el sello Traiano. 
Las voces se hacen lejanas. La fina línea de luz se difumina. Los parpados caen de nuevo. La oscuridad y el silencio se hacen totales. ¿Me estoy muriendo?

martes, 24 de diciembre de 2013

Capítulo 3: En una Habitación de Hospital

    ¿Esto es en una cama? ¿Cuánto tiempo llevo dormido?
    Estoy tumbado sobre una superficie blanda y noto la ligereza de una sábana sobre mí. Ese suave tacto que hace recordar una amorosa caricia, al mismo tiempo fresco y cálido.
            Me duele el fondo de los ojos y, cuando los muevo, un fuerte dolor sube hasta mis sienes y se extiende por la frente. Intento abrirlos pero una fuerte  luz me ciega y el dolor alcanza cotas insospechadas. Me es imposible reprimir un grito. El sonido es débil y noto la garganta ronca. Vuelvo a intentar abrir los ojos, esta vez poco a poco. Al principio solo veo una delgada línea de luz que se va convirtiendo en lo que parece ser la habitación de un hospital.
            Todo es blanco. La luz que entra por la ventana es fortísima y se refleja en las paredes y el mobiliario cuya visión me ciega. Aun así parece que voy enfocando la imagen. Mi cama es una de esas modernas, con barreras a los lados en las que hay unos mandos con los que se puede manipular la altura de la propia camilla y la inclinación de la cabeza y de las piernas del paciente. Efectivamente tengo una sábana extendida sobre mí. Tiene grabado un extraño símbolo, supongo que será la insignia del lugar en el que me encuentro. La almohada es extremadamente confortable. Miro más allá de la cama y veo una televisión colgada en la pared de enfrente, apagada y, justo debajo, una pequeña mesita blanca con un cajón y cuatro patas cortas. Debajo de la ventana hay un sofá del mismo color que el resto del lugar y, a mi derecha, hay una especie de cómoda del purísimo color del calcio sobre la que hay posados una botella, un libro y un colgante con una llave. No recuerdo haberlos visto nunca antes. ¿Serán míos?
            El libro es el Ulises de James Joyce. No lo he leído y nunca lo he comprado. Al menos eso creo. Se puede ver cierto doblez en las tapas, como si hubiese sido leído muchas veces, el papel de las hojas está amarillento. La botella tiene una etiqueta morada del mismo color que el tapón con unas letras en verde fosforito que dicen “Agua de Shalak”. Está a medias y se pueden ver gotas adheridas a las paredes interiores del recipiente, como si hiciese poco tiempo que alguien hubiese bebido, pero noto mi garganta seca como el esparto. La llave es grande, una de esas antiguas con forma de efe. Tiene cierto grado de oxidación pero aún se puede ver el color gris original del hierro en algunas partes.  Está atada a una fina cuerda negra que hace las veces de cadena. No sé que abre.
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            Intento incorporarme pero me siento muy cansado y puedo sentir como el mundo gira alrededor. Por la ventana entra una cantidad de luz increíble. Soy incapaz de mirar en esa dirección. No encuentro ningún botón para llamar a una enfermera, así que me vuelvo a tumbar y espero.
            Al rato empiezo a aburrirme, así que me dedico a jugar con los botones de la camilla, plegándola sobre mí misma. Primero subo la cabeza, luego las piernas y, cuando no puedo más, elevo la propia cama como si fuese una cápsula extraterrestre capturada. Al menos eso es lo que es en mi mente.
            El tiempo sigue pasando y el juego pierde su gracia inicial. Vuelvo a mirar los tres extraños objetos de mi derecha. Me pregunto si puedes ser del anterior inquilino de la habitación. Pero, si lo eran, ¿por qué dejárselos? Un pensamiento de muerte cruza mi mente y me hiela la sangre. Un escalofrío recorre mi espalda arriba abajo primero, de abajo a arriba después. Parece que el mareo ha desaparecido para dejar paso a un sudor frío que empapa mi frente.
            Una presencia me sorprende. Ha entrado de improviso por la puerta de la habitación. Ha juzgar por la bata, podría decir que es una enfermera. Una verruga enorme y peluda sobre una nariz bulbosa llama mi atención. Pelos como alambres asoman de sendos orificios para unirse a sus hermanos que crecen sobre el arrugado labio superior. La cara surcada de arrugas le da un aspecto casi arcaico. Tiene las orejas enormes y unos enormes pelos como los de la nariz asoman estirándose hacia la luz y el aire libre como caracoles después de una jornada lluviosa. Son tan grandes que casi podrían decir buenos días. Puedo ver restos de cerumen en algunas de las lianas. Es tuerta. Me mira con el ojo sano mientras el otro, blanquecino, como velado, mira hacia su izquierda y hacia arriba. Casi parece que esté mirando la tele.

—Hola. ¿Podría decirme por qué estoy aquí? No puedo recordar nada. —Mi voz sale temblorosa y noto la garganta reseca al hablar.
            Una mirada despectiva de unos ojos más viejos que el propio mundo es la única respuesta que recibo. Se acerca a la ventana y baja un estor para tamizar la luz. Acto seguido se acerca al mueble y deja un par de pastillas, una amarilla y otra azul encima, junto a la botella y la señala. Creo que quiere decirme que me las tome con lo que queda de agua. No sé si será suficiente.
—Perdone, ¿me ha oído? No sé qué hago aquí ni dónde estoy. ¿Es esto un hospital?
         
            Nada, ninguna respuesta. Vuelve a mirarme con desprecio, casi con asco. Se vuelve y se dirige a la puerta para irse. Me fijo en su cuello. Esta rojizo, escamado, como si fuese una serpiente cambiando de piel.
            Bueno, se ha ido, tendré que hacer un esfuerzo e intentar levantarme para ver si encuentro a alguien dispuesto a hablarme y explicarme donde estoy y qué hago en este lugar. Me incorporo primero sentado e intento aguantar las náuseas. Tengo los pies helados. De nuevo el sudor frío corre por mi cara y un escalofrío recorre mi espalda. Intento acompasar la respiración para calmar los nervios y controlar el equilibrio de mi cuerpo.
            Parece que funciona, al menos ya no estoy a punto de soltar por la boca todo rastro de materia que pueda tener en el estómago, así que decido bajar primero una pierna, despacio, seguida  de la otra, también despacio. Por fin estoy sentado y me mantengo sereno.
            Ahora la prueba de fuego, ¿podré bajar de la cama y levantarme? Utilizo los mandos de la cama para bajarlo lo más posible hasta que mis pies tocan el suelo. Hago acopio de valor y me levanto, poco a poco, con calma, el mareo acecha. Suelto una pequeña carcajada. Es algo que siempre me pasa cuando me pongo nervioso, la risa tonta. ¿Cómo puedo saber eso y no saber dónde estoy ni desde hace cuánto tiempo?
            Ya estoy de pie y parece que me mantengo recto. Un paso. Sigo bien. Segundo paso. Me duele la cabeza. Tercer paso. No llego a completarlo y caigo de bruces contra el suelo.

Capítulo 2: En el Desierto

               ¿Qué ha pasado? Estoy tumbado boca arriba y tengo los ojos cerrados. El mareo y el dolor de cabeza han cesado y el zumbido ya no se oye. Muevo el brazo derecho y me parece tocar arena. Tengo mucho calor y percibo una intensa luz a través de los párpados. Me incorporo y entonces abro los ojos. La visión me deja atónito. ¿Cómo he llegado aquí? Estoy en un desierto. Dunas y más dunas me rodean por todas partes. Entonces me percato de que mis piernas están a la sombra de algo. Miro hacia arriba y veo que la parada de bus está conmigo en el desierto pero, ¿qué pinta la parada aquí?
               Al levantarme me doy cuenta de que me tiemblan las piernas así que me siento en el banquito de la estación. La tabla se comba bajo mi peso, parece vieja, gastada, descascarillada. 
               ¿Qué hago ahora? Tengo dos opciones: puedo quedarme aquí y morir de sed en unas tres o cuatro horas, confiando en que la sombra de la parada alargue ese plazo mortal a unas siete u ocho horas o puedo echarme a andar y esperar llegar a algún lugar antes de morir deshidratado. Así que puedo morir seguro o morir probablemente. Prefiero la segunda opción. 

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               ¿Cómo puedo estar tan calmado en esta situación? El banco donde estoy sentado debería estar ardiendo y, sin embargo, puedo tocarlo y notarlo fresco al tacto. Bueno, mejor será que me levante y empiece a andar antes de perder más líquido pero, ¿en qué dirección debería moverme? Salgo de la sombra de la parada para poder ver todo alrededor y, cuando vuelvo la cabeza, ya no está. Toda la estructura ha desaparecido, algo que no me sorprende. Creo que ya sabía que ocurriría esto. Algo me decía que pasaría, como si lo supiera de antemano. 
               Miro en derredor y no veo nada, solo hay arena, arena por todas partes. ¿Acaso me he muerto y esto es algún tipo de purgatorio? Vuelvo a mirar con mayor detenimiento y me parece ver una luz titilante allá a los lejos, en el horizonte. Quizás sea un espejismo o un reflejo de la luz del sol sobre la arena pero no tengo una opción mejor, así que voy a ir hacia allí.
               Si no recuerdo mal, debo ir por la cresta de las dunas intentando no desfallecer. El calor es sofocante y el sudor me cubre todo el cuerpo. 

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               No sé calcular el paso de las horas por el movimiento del sol pero creo que debo llevar andando algo más de dos horas y parece que no avanzo. Me he quitado la camiseta y me la he puesto a modo de turbante pero no funciona, el sol es abrasador y me estoy cociendo. Cada vez sudo menos y noto una especie de cosquilleo en la punta de los dedos. La sed es acuciante y empieza a levantárseme un ligero dolor de cabeza. 
               Sigo caminando y paso tras paso pierdo esperanza: el horizonte sigue en el mismo sitio, no me he acercado lo más mínimo. La arena está ardiendo, el calor atraviesa la suela de mis zapatos. Tengo la boca seca y creo que me he quemado la piel porque me están saliendo pielecillas en los labios y en los brazos. La visión empieza a nublárseme. 
               Cada paso supone un esfuerzo titánico. No puedo más y, sin embargo, sigo caminando. Parece mentira que haga falta una situación de verdadero peligro para que hagamos uso de nuestra fuerza de voluntad pero, ¿qué más puedo hacer si no camino? ¿morir en medio de un desierto?
               El dolor de cabeza es insoportable. El mareo me supera, la fatiga me asfixia, no puedo seguir. Me caigo al suelo desplomado. Siento que el mundo gira alrededor a una velocidad vertiginosa, el mundo se ha convertido en un gran barco galáctico y yo soy su único habitante, un polizonte inesperado. Noto el vacío, veo las estrellas, los planetas. El barco se aleja más y ahora puedo ver las galaxias, brillantísimas en el centro, donde un agujero negro hace que todo gire, como gira el mundo alrededor de mi cuerpo y de esta gran nave que sigue distanciándose de su procedencia a una velocidad enorme hasta el punto de que no distingo nada y, finalmente, llega a una barrera invisible: el final del universo. Se queda quieta mientras miro esa especie de membrana pero, cuando estiro el brazo para tocarla, el barco vuelve atrás. 
               Estoy de nuevo en el desierto, tumbado con la cara en la arena. Me giro y quedo mirando al cielo mientras doy bocanadas a un aire que se niega a entrar en mis pulmones. El sol me quema los ojos, así que los cierro. El vómito se precipita y me inclino hacia un lado para echarlo y abro los ojos. El mundo se desvanece, los colores se emborronan: el desierto me ha derrotado. 


Capitulo 1: En la Estación

             Veo como las flores, caídas y marchitas, son arrastradas sobre el asfalto por la suave brisa de un verano que todavía no ha empezado. ¿Qué tipo de flores serán? No tengo ni la menor noción de botánica y la verdad, nunca me ha interesado. Miro hacia arriba y la visión del cielo azul, despejado, se ve quebrada por unas ramas ya vacías de hojas y flores pero con una especie de frutos esféricos de color amarillo. En el suelo también hay, pero están pisados, machacados bajo el peso de los pasos de gente que ni siquiera ha sido consciente de su existencia.
             Estoy en el banco de una parada de autobús. En el mismo banquito, a mi derecha, está sentada una anciana, una vieja a quien queda poco para morir. Lleva puesto un jersey negro con lunares blancos y una falda negra y unos zapatos también negros que dejan entrever las uñas de los pulgares de ambos pies. Son unas uñas gruesas, mates, parece que vayan a estrujar el dedo hasta reventarlo, es algo completamente asqueroso. ¿Cuánto tiempo hace que no se lava el pelo? Lo lleva peinado hacia atrás y la grasa hace que se le pegue y deje al descubierto a parte trasera de la cabeza. Tiene una verruga enorme en la cara, justo encima de la comisura derecha de los labios. Parece que se percata de mi mirada y me sonríe. Inclino ligeramente la cabeza a modo de saludo y sonrío un poco sin llegar a mostrar los dientes.
             Vuelvo a mirar el panel que hay encima de una valla publicitaria donde se indica el tiempo que queda para que llegue el bus. Ocho minutos para que llegue el de la línea trece, doce para el de la catorce y veinte para el de la dieciocho pero, ¿Cuál espero? No me acuerdo de cual espero.
             ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
             ¿Adónde me dirigía? Intento recordarlo pero no soy capaz.
             ¿Qué hacía antes de sentarme en la parada?
             Me levanto y doy unos pasos ante el banquito porque siempre me he concentrado mejor andando pero no funciona, por más que pienso no soy capaz de recordar qué he hecho hoy.
Una imagen me viene a la mente pero no tiene sentido: Un desierto, el sol increíblemente brillante en el cielo, un calor apabullante, gigantescas dunas elevándose en todas direcciones hasta donde alcanza mi vista.
            ¿Se trata de un recuerdo o lo estoy viendo ahora?
            Me duele la cabeza. Tengo la boca seca y me noto la lengua pastosa. Qué mareo. Y, ¿de dónde viene ese zumbido? Oigo una especie de zumbido pero no logro encontrar la fuente del sonido. Giro sobre mí mismo, la anciana sigue sentada esperando el autobús, la parada sigue ahí, el panel que marca el tiempo ahora muestra un mensaje de la EMT con la fecha y la hora actuales. El sudor me cae por la frente y se me mete en los ojos. Se me acelera la respiración y la taquicardia es casi insoportable. El zumbido se hace más fuerte, ya casi no puedo oír nada más. Me van a reventar los tímpanos.
            Me noto desvanecer, el mundo se oscurece, el dolor de cabeza es muy fuerte, voy a perder el conocimiento.